Estoy subida en una montaña, oteo el horizonte; no sé que busco, solo se que me quedaré quieta, muy quieta. Algún día tendré que bajar, pero me gustan las vistas, la suave brisa que acaricia mi pelo, el tibio sol que me calienta los huesos.
Contemplo el mundo desde mi posición, y te contemplo a ti por primera vez, tus gestos, la posición de tu cuerpo, tu sonrisa, tu mirada inquieta que a ratos evita la mía. El café me sabe bien, he bajado de la montaña para tomar un café contigo y la tarde se alarga en interminables palabras. Por un momento deseo tocarte; solo un ligero roce, una palmadita, nada serio pero sigo quieta y escucho tu voz que a veces resulta inaudible porque es calmosa y pausada y estoy acostumbrada a mis caballos desbocados internos y a hablar con rapidez.
Te contemplo y me gusta lo que veo, y la tarde se funde con el paseo que damos porque en ese momento toca ser racional y esconder en nuestro fuero interno la pasión irracional que pugna por salir. Y la terapia, oh si, la terapia, son los últimos diez minutos de la tarde otoñal. La cuenta atrás ha empezado; el tren sin frenos está a punto de chocar.
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