Se enamoró de ella
irremediablemente hasta la médula. Su vida se iluminó un poco más. Ya no era
aquel chico taciturno y vago que se pasaba el día encerrado en su habitación.
Algo cambió en él, en su sonrisa resplandeciente se podía entrever un atisbo de
un sueño inalcanzable.
Ella empezó la universidad muy tarde. Sobrepasaba la edad
normal de los estudiantes, pero no se sentía sola. Pasaba los trimestres
justita, sin grandes méritos, pero le servía para mejorar su cultura a nivel
personal.
Él la miraba de reojo. Jamás habló con ella, tan solo la
admiraba, observaba sus gestos, su sonrisa y se la imaginaba como en un poema
de Petrarca, al igual que una Donna Angelicatta.
Ella, sin embargo, era más terrenal, sufría una terrible
enfermedad que no la dejaba dormir por las noches, pero por la mañana se vestía
con su mejor sonrisa y afrontaba el mundo con valentía.
Él obtuvo el valor para un buen día decirle hola.
Aprovechó la consecuencia de un cruce en el pasillo, y luego le pidió ayuda
para buscar un libro en la biblioteca, pues ella lo había conseguido y él no lo
encontraba.
Ella se sintió halagada por la petición del chico. Muy
amablemente lo acompañó, pero no encontraron el libro en cuestión, había
desaparecido de la biblioteca. Después de esto se dirigieron a la cafetería y
allí siguieron conversando.
Él empezó a
conocerla. Aquel día se fue a casa emocionado, se encerró en su habitación y le
dedicó un poema. El sol se puso en el horizonte con sus colores anaranjados y
vislumbró su rostro en él. Cuando la noche llegó lo encontró despierto, leyendo
el Cancionero de Petrarca.
Ella en el metro empezó a leer los Sonetos de
Shakspeare: When most I wink, then do mine eyes best see, for all the day they
view things unrespected; But when I sleep, in dreams they look on thee, And
darkly bright, are bright in dark directed.
Él se emocionaba al verla cada mañana. Se sentaban juntos
y compartían impresiones de las diversas materias del curso. Encontró en ella a
alguien con quién hablar de poesía y compartir su afición de poseer libros
maravillosos que anotaban en una lista interminable.
Ella empezó a buscarlo una mañana que no lo encontró. Se
preocupó de llamarlo para ver si estaba bien, aquella semana no coincidieron en
las clases, los diferentes seminarios los separaron por un corto espacio de
tiempo y ella comprendió que le faltaba el aliento si no lo veía.
Él se sintió aliviado. Sabía que su vida comenzaba de
nuevo en la mañana, y cuando llegaba la noche moría irremediablemente tumbado
en su cama, dolido de amor, imaginando un universo paralelo, en donde
compartían una vida juntos realizando todos los sueños imposibles.
Ella soñó aquella noche que se curaba. Le quedaba poco
tiempo en el mundo corriente de los mortales. Su enfermedad muy avanzada no la
dejaba levantarse de la cama. Su vida se apagaba como la llamita de una vela en
el templo de los dioses. Su alma empezaba a desprenderse de su cuerpo y la
abandonaba cada noche volando hacía el cuarto de él.
Aquella mañana de
finales de noviembre, María se despertó en su cama del hospital. Como todas las
mañanas, Mario el enfermero le trajo el desayuno, la ayudó a incorporarse y le
puso en los labios la taza tibia de leche que María a duras penas podía tragar.
Aquel año había sido horrible para ella, ya casi no aguantaba con sus manos los
libros que Mario le traía, y él irremediablemente le leía algún pasaje de
aquella novela maravillosa de Emily Brönte. A María le gustaba el dulce eco de
la voz de Mario, que llenaba la habitación oscura de hospital, le gustaban sus
ojos oscuros, su pelo oscuro, su piel morena. Muchas veces le suplicaba que la
dejara sola, que no quería estar con nadie, que quería sufrir en silencio.
Mario ni la escuchaba, no podía dejar de cuidarla, pues se había enamorado de
su paciente hasta la médula. Cuando salía de la habitación, huía como alma que
lleva al diablo, con las lágrimas saladas corriendo en tropel por sus mejillas
invadiendo su garganta, impotente de ver que María se apagaba, como una llamita
en el templo de los dioses.
Él pasó los meses melancólico. La buscaba en los libros,
la buscaba en la cafetería, la buscaba en el pequeño merendero al lado de Ramón
Turró, donde tantas veces habían conversado, la buscaba en el metro de Marina,
la buscaba incluso en el café con leche que pasaba amargo a través de su
garganta. Nadie sabía de ella. Su teléfono no contestaba.
Ella volvió a buscarlo, pero ya no tenía cuerpo. Lo
acompañaba a las clases, se tomaba con él un café, estudiaba sus mismos libros,
lo encontraba en la biblioteca retraído y solo. Intentaba acariciarlo, pero él
solo sentía un leve escalofrió y marchaba despavorido de la biblioteca de las
Aigües.
(Escrito sobre el 6 de abril del año 2015)
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